Billete de ida

Una señora mira pasar el tren, sentada sobre el cobre de la tarde que salpica los bancos, los cristales y los nidos de las golondrinas. A esta hora nadie espera en la estación, y ella lo sabe.
Camina a casa por el camino de tierra, tras la verja aún puede distinguir las vías, faltan algunos travesaños de madera en los antiguos raíles, robados hace mucho. Varias montañas de piedras se perfilan delante de los árboles, a veces los niños trepan, se deslizan y despellejan sus rodillas, después ríen y marchan a la carrera, la noche es rápida y fría.
La mujer recorre el patio, arrancando hierbas, espantando arañas y abejas, hasta llegar a las sillas blancas bajo el ciruelo. Dos sillas y una mesa enrejada, cubierta de hojas y herrumbre. El pitido del tren, el último del día, termina su eco.

Abre ventanas y puertas a la luz, al fresco amanecer del campo. Una brisa húmeda salta desde las ramas más largas azotando su cara. Deshace las camas, sacude mantas apolilladas con manos fuertes, mete el bajo de las sábanas, estira y dobla. Unas gotas de colonia bajo la almohada, para oler la lavanda antes de dormir.
Mueve cada mesa, silla y alfombra. Friega encimeras y suelos, bañera y lavabo. Descansa a la sombra, sonríe a la gente que atraviesa la calle. Los rosales florecen fuertes, algunas ciruelas han caído hacia la entrada, la hierba crece aprisa, pero la hoz es pesada, quizá mañana.
Una mueca agridulce pasa como un destello mientras acaricia viejas fotos. La claridad es tan fuerte que borra colores y rostros, debería bajar las persianas, pero no, no quiere más oscuridad.

Aún faltan unos minutos, pero ya espera en el andén. A su lado una bolsa de tela oscura, destacando el amarillo de unos girasoles bordados, con asas de madera. Fuerza los ojos un poco, y después un poco más, tratando de distinguir el primer vagón a lo lejos, bajando de la sierra. Mira su bolsa y piensa, la boca torcida en el esfuerzo. Recuerda que dejó su monedero sobre la mesilla, no puede irse sin él, allí guarda su foto, la gomina brillante sobre el fondo sepia. Tan apuesto.
Se sienta y mira el tren pasar, sin tristeza ni prisa. Mañana volverá.

Vacía su bolsa, le da la vuelta y sacude la suciedad contra la pared, alinea el contenido. Pintalabios, espejo, pañuelo, gafas, colonia, llaves y, esta vez sí, monedero. Aún tiene tiempo, camina despacio a la estación, atravesando las vías.
Se sienta, pero esa tarde está tan inquieta. Mira la bolsa, sabiendo que está todo ahí, que la casa quedó cerrada, aireada y limpia. La hierba está crecida, pero aún aguantaría un par de semanas. ¿Y si llueve? Pero sabe que eso es ridículo, no necesita paraguas, tampoco necesita ese monedero, esa bolsa.
Recorre la casa con la mirada aun sabiendo que allí no hay nadie, ni en el camino, en el parque a su izquierda, en la plaza tras la estación.
Se adelanta unos pasos y baja despacio. El silbido, aunque tenue, se acerca rápido. Apenas tarda unos minutos en atravesar la parada.
Al rato termina su eco. Empieza a refrescar, los niños han vuelto por el camino de tierra, aquí no hay nadie, solo una bolsa apoyada contra un banco, en esta estación cerrada.